Emilio Guerra
La población de Melilla, siempre ha carecido de rasgos característicos, o al menos, de ciertas definiciones cuya peculiaridad fuese exclusiva. La razón, tiene varias respuestas, no sólo por haber surgido en fechas, para los patrones con que se mueve la historia muy recientes -1497- sino también, porque hasta comienzos del siglo XX se vivió en un gueto amurallado, con reducido destacamento militar y posteriormente, el flujo migratorio de peninsulares que llegaron a estas tierras, asentándose y dando origen a las primeras generaciones de melillenses, nos hizo, a pesar de la estrechez geográfica, muy cosmopolitas. Fuimos absorbiendo costumbres de otras regiones españolas y de las culturas, que comenzaron también de forma paralela, ese caminar hacia la ciudad del futuro.
Bajo el fogoso clima de desarrollo autonómico, a raíz de la Constitución de 1976, la Ley Orgánica 6/1981 del Estatuto de Autonomía de Andalucía, dejó huérfanas y en desamparo a las dos ciudades norteafricanas –Ceuta y Melilla- aislados enclaves, inequívocamente de vocación y sentimientos andalusíes. Fue una traición de los políticos andaluces de entonces, que nada quisieron saber de nosotros, pero que activó una voluntad férrea de desarrollo independiente, dando origen a la única expresión de identidad que ahora nos aglutina: la jurídica, que aporta el Estatuto de 1995.
Se equivocaron nuestros primarios gobernantes estatutarios al pensar que estableciendo un himno, cuya letra nadie canta, porque nadie sabe; un traje regional típico, que jamás utilizó mujer alguna en Melilla o un plato gastronómico concreto, podrían zanjar el asunto de la identidad o característica cultural y psicosocial del morador local. La situación sociológica de Melilla, ya entonces, había dado un giro de 360 grados y perdimos la oportunidad –otra más- de comenzar un trabajo que todavía está sin desarrollar.
Fue entonces y después de algunos conflictos sociales, cuando comenzamos a hablar con timidez de multiculturalidad e interculturalidad, y en la teoría llevamos trece años instalados. Sería injusto no resaltar algunos avances, pero la necesidad es tan acuciante y urgente, que apenas si pueden considerarse significativos.
Las relaciones interculturales, tienen siempre un carácter desigual como consecuencia de la utilización del poder como elemento impositivo de intereses o prácticas sociales. Me parece pírrica la cita que se hace en el Preámbulo de nuestro Estatuto, donde se alude “aprecio a la pluralidad cultural de la población” y ahí acaba todo.
Diálogo permanente, solidaridad y consenso, son herramientas fundamentales para abordar la interacción de las culturas que nos enriquecen y de las que debemos sentirnos orgullosos. En esos intercambios pluriculturales hay que encontrar el nexo y origen posterior de una cultura genuina que defina por igual a todos los melillenses, pero el devenir diario, nos indica más bien lo contrario.
No observamos indicios que denoten que estamos buscando aquello que pueda unirnos. Cabria preguntarse si hay voluntad política para ello, a la vista de los enfrentamientos permanentes de los dirigentes políticos, muy dados a marcar las diferencias de sus “particulares identidades” y utilizarlas como punzantes elementos electoralistas. Cabria preguntarse, si tanto a unos como a otros, les interesa de modo perverso, alimentar esa situación que aporta notables beneficios en las urnas a sus respectivas organizaciones.
Ahora, si en algo convergemos, es en la hipocresía. Desde Unión, Progreso y Democracia, apostamos por la verdadera convivencia, hasta llegar al reconocimiento de un pueblo, Melilla, “como único en sí mismo”.
La población de Melilla, siempre ha carecido de rasgos característicos, o al menos, de ciertas definiciones cuya peculiaridad fuese exclusiva. La razón, tiene varias respuestas, no sólo por haber surgido en fechas, para los patrones con que se mueve la historia muy recientes -1497- sino también, porque hasta comienzos del siglo XX se vivió en un gueto amurallado, con reducido destacamento militar y posteriormente, el flujo migratorio de peninsulares que llegaron a estas tierras, asentándose y dando origen a las primeras generaciones de melillenses, nos hizo, a pesar de la estrechez geográfica, muy cosmopolitas. Fuimos absorbiendo costumbres de otras regiones españolas y de las culturas, que comenzaron también de forma paralela, ese caminar hacia la ciudad del futuro.
Bajo el fogoso clima de desarrollo autonómico, a raíz de la Constitución de 1976, la Ley Orgánica 6/1981 del Estatuto de Autonomía de Andalucía, dejó huérfanas y en desamparo a las dos ciudades norteafricanas –Ceuta y Melilla- aislados enclaves, inequívocamente de vocación y sentimientos andalusíes. Fue una traición de los políticos andaluces de entonces, que nada quisieron saber de nosotros, pero que activó una voluntad férrea de desarrollo independiente, dando origen a la única expresión de identidad que ahora nos aglutina: la jurídica, que aporta el Estatuto de 1995.
Se equivocaron nuestros primarios gobernantes estatutarios al pensar que estableciendo un himno, cuya letra nadie canta, porque nadie sabe; un traje regional típico, que jamás utilizó mujer alguna en Melilla o un plato gastronómico concreto, podrían zanjar el asunto de la identidad o característica cultural y psicosocial del morador local. La situación sociológica de Melilla, ya entonces, había dado un giro de 360 grados y perdimos la oportunidad –otra más- de comenzar un trabajo que todavía está sin desarrollar.
Fue entonces y después de algunos conflictos sociales, cuando comenzamos a hablar con timidez de multiculturalidad e interculturalidad, y en la teoría llevamos trece años instalados. Sería injusto no resaltar algunos avances, pero la necesidad es tan acuciante y urgente, que apenas si pueden considerarse significativos.
Las relaciones interculturales, tienen siempre un carácter desigual como consecuencia de la utilización del poder como elemento impositivo de intereses o prácticas sociales. Me parece pírrica la cita que se hace en el Preámbulo de nuestro Estatuto, donde se alude “aprecio a la pluralidad cultural de la población” y ahí acaba todo.
Diálogo permanente, solidaridad y consenso, son herramientas fundamentales para abordar la interacción de las culturas que nos enriquecen y de las que debemos sentirnos orgullosos. En esos intercambios pluriculturales hay que encontrar el nexo y origen posterior de una cultura genuina que defina por igual a todos los melillenses, pero el devenir diario, nos indica más bien lo contrario.
No observamos indicios que denoten que estamos buscando aquello que pueda unirnos. Cabria preguntarse si hay voluntad política para ello, a la vista de los enfrentamientos permanentes de los dirigentes políticos, muy dados a marcar las diferencias de sus “particulares identidades” y utilizarlas como punzantes elementos electoralistas. Cabria preguntarse, si tanto a unos como a otros, les interesa de modo perverso, alimentar esa situación que aporta notables beneficios en las urnas a sus respectivas organizaciones.
Ahora, si en algo convergemos, es en la hipocresía. Desde Unión, Progreso y Democracia, apostamos por la verdadera convivencia, hasta llegar al reconocimiento de un pueblo, Melilla, “como único en sí mismo”.
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