El 17 de septiembre es una efeméride que se celebra
oficialmente desde el año 1991 a causa de la imposición de un partido nacionalista
que entonces tenía la llave de la gobernabilidad en la Asamblea melillense. No
existe gran arraigo ciudadano en esa celebración que digamos. Como tampoco, estableciendo
un himno cuya letra nadie canta, porque nadie sabe; un traje regional típico,
que jamás utilizó mujer alguna en Melilla; una Feria con claro sesgo andaluz o
un plato gastronómico concreto, se puede zanjar el asunto de la identidad o
característica cultural y psicosocial de los hoy moradores locales. Además, la
situación sociológica y demográfica de Melilla ha cambiado significativamente desde
entonces.
A principios del siglo XX, Melilla comenzó a tener
conciencia civil de ciudad y a entender –perezosamente- que el futuro como tal
estaba fuera de las murallas –aunque algunos en 2019 se empeñen en seguir
fortificados dentro de ellas- porque al otro lado se abría todo un mundo de
expectativas y oportunidades. Era el inicial y sinuoso camino hacia la
apertura, la solidaridad y la integración.
La Ley Orgánica 6/1981 del Estatuto de Autonomía de
Andalucía, dejó huérfanas y en desamparo a las dos ciudades norteafricanas
–Ceuta y Melilla- aislados enclaves, de tradiciones y huellas andaluzas por su
cercanía. Esa circunstancia activó la voluntad de desarrollo independiente que
propiciaba la Transición Española, dando origen a la única expresión de
identidad que ahora nos aglutina: la jurídica, que aporta el Estatuto de
Autonomía de 13 de marzo de 1995. Ese es el punto de partida de la “Nueva”
Melilla.
Por cierto, me parece pírrica la cita que se hace en
el Preámbulo de nuestro Estatuto, donde se alude “aprecio a la pluralidad
cultural de la población”, y en ese “afecto” parece concluir todo. Después de
veinticuatro años hemos dado importantes pasos hacia una identidad
sociocultural que está deficientemente recogida y pendiente de armonizar
estatutariamente, porque como he dicho en otras ocasiones, gestamos una nueva
cultura, genuina y singular a través de unos jóvenes que carecen de prejuicios
que quieren una ciudad plural, abierta, con posibilidades para todos y en plena
convivencia.
En el año 2008, este servidor escribía, publicaba y
justificaba que “salvo causa de ineludible rehúse, no asistiré más al llamado Día de
Melilla el 17 de septiembre…”, y lo he cumplido desde entonces. Me siento y
soy español de pleno derecho, como otros muchos melillenses, no necesito esa
fecha –ya tenemos otras en el calendario nacional- para reafirmar amor,
compromiso, lealtad y servicio a España. Es algo que además practico todos los
días; rechazo el caudillaje catastrofista con interesados llamamientos a un
españolismo rancio y excluyente.
Quiero encontrar espacio y momento en el que proclamar
también cariño a mi ciudad, Melilla, de aquello que nos une, para celebrarlo
conjuntamente sin distinción de credos, ideologías o partidismos. No puedo
concebir una fiesta o celebración local que no esté debidamente convenida y
provoque división o desinterés entre los ciudadanos; simplemente es un error.
¿Es cuestionable o inamovible esa cita? La
intransigencia, la manipulación sectaria de un noble sentimiento y el espurio
interés político, han convertido el 17 de septiembre en una especie de dogma
maniqueo, cuyo simbolismo, por desgracia, ha trascendido a otras esferas: si te
opones a la misma, eres un entreguista, contrario a una Melilla española,
convirtiéndote en un sujeto sospechoso, traidor e indigno hijo de la Patria.
En mi opinión, llevan años confundiéndonos con mucha
demagogia sobre el “qué celebramos”, para que olvidemos lo realmente
importante: “qué deberíamos festejar”. Las relaciones interculturales, tienen
siempre un carácter desigual como consecuencia de la utilización del poder como
elemento impositivo de intereses o prácticas sociales. El “Día de Melilla” debe
ser el que sus pobladores mayoritariamente elijan en paz y armonía,
reconociéndose como un colectivo cohesionado “únicos en sí mismos”. Póngase
cualquier fecha consensuada y salgamos de una vez de las viejas murallas.
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