23/9/19

¿Cómo se lo explicamos a los ciudadanos?



El 10 de noviembre los españoles tendremos de nuevo otra cita en las urnas. La grandeza de la democracia, dirán algunos; el fracaso de la clase política y los partidos que los sustentan, pronuncian otros. El coste: unos 140 millones de euros, sin contar las subvenciones a formaciones políticas para gastos, colegios electorales, despliegue de cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado, telecomunicaciones, etc. Desde 2015 hemos dispuesto para tales menesteres unos 540 millones de euros. En cualquier empresa privada, semejante despropósito, habría significado el despido de casi todos sus dirigentes, pero España, ya saben, es diferente.
Aquí cuando hablamos de dinero público -que es de todos- poca gente parece mostrar interés o sensibilidad alguna, y claro, así nos va: la deuda pública –que pagamos a escote- ya está en torno a los 1.210 millones de euros -de los primeros en el ranking mundial- arrastrando una carga de 31.000 millones de euros de intereses anuales.
Pedro Sánchez habrá hecho sus cálculos, pero nos encaminamos hacia un escenario sin precedentes, repleto de incógnitas a pesar de la mucha mercadotecnia y demoscopia derramada. Nuestros dirigentes nacionales se empeñan en "indignar y perturbar" a un electorado que harto y como castigo, puede "salir por peteneras". Provocar en este caso, es jugar con fuego.
Siempre me postulé partidario de reformar la perversa e injusta Ley Electoral. Estamos padeciendo su decrepitud y obsolescencia. Fue elaborada para favorecer a determinados sectores y territorios en la Transición, que desde entonces, han condicionado la política española. Ahora, en el año 2019, hemos llegado al límite de su ineficacia y toxicidad.
Dicen que el sistema electoral perfecto no existe y creo que tienen parte de razón, pero el definido por Giovanni Sartori: “uninominal, mayoritario y a dos vueltas” solucionaría el actual desbarajuste y cambalaches para elegir un Presidente, y  en consecuencia, un Gobierno estable  votado directamente por el pueblo a través de las urnas. 
Lo anterior no deja de ser un pensamiento utópico, porque supondría cambiar el sistema acomodaticio de partidos y sus líderes, los mismos que tendrían que apoyar y proponer esas reformas. En lenguaje coloquial: “hacerse el harakiri”.
La repetición de las elecciones son una oportunidad para tratar de recuperar y fortalecer el viejo bipartidismo de siempre –PP-PSOE- después del fracaso de quienes decían pretender romperlo.  Además, el establishment “está por la labor”. No quieren fisuras ante el más que probable retroceso económico que se perfila en el horizonte, junto a la confrontación pendiente de resolver en Cataluña.
¿Y qué pasará ahora en Melilla?  Las anteriores elecciones de abril en la ciudad fueron muy reñidas, consiguiendo al final el Partido Popular un pleno para Congreso y Senado –sufriendo, eso sí, en el escrutinio de votos, un tiempo de congojas y abatimientos- con unos márgenes bastantes exiguos, comparándolos  con los procesos electorales de años anteriores.
Lo que sí quedó muy claro –algo confirmado en las autonómicas y locales de un mes después- es que el Partido Popular perdía fuerza hegemónica; que el escenario político se fragmentaba y que un partido progresista y local, Coalición por Melilla, emergía mostrando una renovada vitalidad y fuerza de movilización -destinada a ampliarse- que sembró la preocupación entre sus adversarios. No es fácil derribar murallas históricamente infranqueables, pero hay que seguir en el esfuerzo firme de intentarlo una y mil veces.

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