El 10 de noviembre los españoles tendremos de nuevo
otra cita en las urnas. La grandeza de la democracia, dirán algunos; el fracaso
de la clase política y los partidos que los sustentan, pronuncian otros. El
coste: unos 140 millones de euros, sin contar las subvenciones a formaciones
políticas para gastos, colegios electorales, despliegue de cuerpos y fuerzas de
seguridad del Estado, telecomunicaciones, etc. Desde 2015 hemos dispuesto para
tales menesteres unos 540 millones de euros. En cualquier empresa privada,
semejante despropósito, habría significado el despido de casi todos sus
dirigentes, pero España, ya saben, es diferente.
Aquí cuando hablamos de dinero público -que es de
todos- poca gente parece mostrar interés o sensibilidad alguna, y claro, así
nos va: la deuda pública –que pagamos a escote- ya está en torno a los 1.210
millones de euros -de los primeros en el ranking mundial- arrastrando una carga
de 31.000 millones de euros de intereses anuales.
Pedro Sánchez habrá hecho sus cálculos, pero nos
encaminamos hacia un escenario sin precedentes, repleto de incógnitas a pesar
de la mucha mercadotecnia y demoscopia derramada. Nuestros dirigentes
nacionales se empeñan en "indignar y perturbar" a un electorado que
harto y como castigo, puede "salir por peteneras". Provocar en este
caso, es jugar con fuego.
Siempre me postulé partidario de reformar la perversa
e injusta Ley Electoral. Estamos padeciendo su decrepitud y obsolescencia. Fue
elaborada para favorecer a determinados sectores y territorios en la Transición,
que desde entonces, han condicionado la política española. Ahora, en el año
2019, hemos llegado al límite de su ineficacia y toxicidad.
Dicen que el sistema electoral perfecto no existe y
creo que tienen parte de razón, pero el definido por Giovanni Sartori: “uninominal,
mayoritario y a dos vueltas” solucionaría el actual desbarajuste y cambalaches
para elegir un Presidente, y en
consecuencia, un Gobierno estable votado
directamente por el pueblo a través de las urnas.
Lo anterior no deja de ser un pensamiento utópico,
porque supondría cambiar el sistema acomodaticio de partidos y sus líderes, los
mismos que tendrían que apoyar y proponer esas reformas. En lenguaje coloquial:
“hacerse el harakiri”.
La repetición de las elecciones son una oportunidad
para tratar de recuperar y fortalecer el viejo bipartidismo de siempre –PP-PSOE-
después del fracaso de quienes decían pretender romperlo. Además, el establishment “está por la labor”.
No quieren fisuras ante el más que probable retroceso económico que se perfila
en el horizonte, junto a la confrontación pendiente de resolver en Cataluña.
¿Y qué pasará ahora en Melilla? Las anteriores elecciones de abril en la
ciudad fueron muy reñidas, consiguiendo al final el Partido Popular un pleno
para Congreso y Senado –sufriendo, eso sí, en el escrutinio de votos, un tiempo
de congojas y abatimientos- con unos márgenes bastantes exiguos, comparándolos con los procesos electorales de años
anteriores.
Lo que sí quedó muy claro –algo confirmado en las
autonómicas y locales de un mes después- es que el Partido Popular perdía fuerza
hegemónica; que el escenario político se fragmentaba y que un partido
progresista y local, Coalición por Melilla, emergía mostrando una renovada
vitalidad y fuerza de movilización -destinada a ampliarse- que sembró la
preocupación entre sus adversarios. No es fácil derribar murallas
históricamente infranqueables, pero hay que seguir en el esfuerzo firme de
intentarlo una y mil veces.
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