Emilio Guerra
Salvo causa de ineludible rehúse, como ciudadano, creo que no asistiré más al llamado Día de Melilla el 17 de septiembre, salvo se modifiquen y alteren muchas conductas. Me sentí, únicamente gratificado por el emotivo acto castrense; por el izado de nuestra bandera o por el desfile de esa vieja Compañía de Mar, heredera de tanta tradición e historia.
Lo civil, dejó mucho que desear; o mejor dicho, no existió. Oír hablar al Alcalde, en un supuesto discurso institucional, sobre las políticas de subsidios, los 200 euros de becas, vacunas y falsas predisposiciones dialogantes, en una humildad que nadie cree, porque nunca hizo gala de ella, me llenó de consternación y tristeza. Fue un montaje para la exaltación de una figura y no de un pueblo. Creo que para eso, hubiese sido mejor invitar a sus admiradores y amigos a una cena; los aplausos, habrían sido mucho más resonantes.
Es ficticio apelar a la unidad, concordia y sentimiento participativo de algo, que en el fondo de tu ser, ni tú mismo te crees. No está en mi ánimo ofender, pido excusas de antemano por ello si incurro en la descortesía; pero caí abatido en el desánimo, como melillense, como ferviente defensor de una ciudad cohesionada, cuando la totalidad de mis representantes -esos que ocupan a diario los titulares de la prensa hablando de identidades y caracteres- miraban al cielo, sin balbucear un gesto siquiera, incapaces de entonar el himno de Melilla, cuya preciosa letra compuso la recordada Ana Riaño.
Mientras observaba con atención el lamentable espectáculo, que todo el mundo vio y se oculta bajo el velo de las vergüenzas, refrendé lo que ya me temía: ni uno solo de ellos cree en la Melilla que predican. Son simplemente, profesionales de la especulación, vendedores de humo, charlatanes de mercadillo ferial, que dan codazos por conservar los privilegios y la sustanciosa nómina que perciben del erario público, sin la que no serían nada, porque algunos engrosarían las filas del paro. Siendo esos encorbatados caballeros y gaseadas damas, quienes deben defender los intereses de la ciudadanía, mal lo tenemos los administrados.
Instalados en la hipocresía, maquillando -con masilla a borbotones- actitudes y deseos que la cruda realidad nos presenta, como ocurrió el pasado miércoles en ese recinto tan querido, donde se asentaron las primeras piedras de lo que hoy somos, no puedo seguir siendo partícipe otro año más de tan esperpéntico espectáculo. Primero, porque la celebración militar, conmemorativa de la llegada de España a estas tierras me merece todos los respetos y debe estar alejada de la manipulación política y partidista que hace gala el PP; y segundo, porque ante tal sectarismo e intransigencia de fondo, jamás el 17 de septiembre será el “Día de todos los melillenses”; si acaso, de unos pocos.
Salvo causa de ineludible rehúse, como ciudadano, creo que no asistiré más al llamado Día de Melilla el 17 de septiembre, salvo se modifiquen y alteren muchas conductas. Me sentí, únicamente gratificado por el emotivo acto castrense; por el izado de nuestra bandera o por el desfile de esa vieja Compañía de Mar, heredera de tanta tradición e historia.
Lo civil, dejó mucho que desear; o mejor dicho, no existió. Oír hablar al Alcalde, en un supuesto discurso institucional, sobre las políticas de subsidios, los 200 euros de becas, vacunas y falsas predisposiciones dialogantes, en una humildad que nadie cree, porque nunca hizo gala de ella, me llenó de consternación y tristeza. Fue un montaje para la exaltación de una figura y no de un pueblo. Creo que para eso, hubiese sido mejor invitar a sus admiradores y amigos a una cena; los aplausos, habrían sido mucho más resonantes.
Es ficticio apelar a la unidad, concordia y sentimiento participativo de algo, que en el fondo de tu ser, ni tú mismo te crees. No está en mi ánimo ofender, pido excusas de antemano por ello si incurro en la descortesía; pero caí abatido en el desánimo, como melillense, como ferviente defensor de una ciudad cohesionada, cuando la totalidad de mis representantes -esos que ocupan a diario los titulares de la prensa hablando de identidades y caracteres- miraban al cielo, sin balbucear un gesto siquiera, incapaces de entonar el himno de Melilla, cuya preciosa letra compuso la recordada Ana Riaño.
Mientras observaba con atención el lamentable espectáculo, que todo el mundo vio y se oculta bajo el velo de las vergüenzas, refrendé lo que ya me temía: ni uno solo de ellos cree en la Melilla que predican. Son simplemente, profesionales de la especulación, vendedores de humo, charlatanes de mercadillo ferial, que dan codazos por conservar los privilegios y la sustanciosa nómina que perciben del erario público, sin la que no serían nada, porque algunos engrosarían las filas del paro. Siendo esos encorbatados caballeros y gaseadas damas, quienes deben defender los intereses de la ciudadanía, mal lo tenemos los administrados.
Instalados en la hipocresía, maquillando -con masilla a borbotones- actitudes y deseos que la cruda realidad nos presenta, como ocurrió el pasado miércoles en ese recinto tan querido, donde se asentaron las primeras piedras de lo que hoy somos, no puedo seguir siendo partícipe otro año más de tan esperpéntico espectáculo. Primero, porque la celebración militar, conmemorativa de la llegada de España a estas tierras me merece todos los respetos y debe estar alejada de la manipulación política y partidista que hace gala el PP; y segundo, porque ante tal sectarismo e intransigencia de fondo, jamás el 17 de septiembre será el “Día de todos los melillenses”; si acaso, de unos pocos.
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